Tras meses de comportarnos como quinceañeros que
avergonzados evitan hablar, recordamos que casi van diez años desde que pasamos
esos días y decidimos comportarnos como los adultos que éramos y “seriamente”
definir que lo nuestro era algo “no serio”.
Todo iba bien… todo iba perfecto. Todo iba bien con tus
besos en mi cuello, con mis rasguños en tu espalda, todo iba bien con tus manos
que exploraban ahora tan seguido mi cuerpo y con mi boca que buscaba hasta el último
rincón del tuyo para besarlo.
Todo iba bien con las miradas cómplices cuando todos nos
veían y fingíamos despedirnos para luego encontrarnos en algún pasillo (o en
alguna cama), todo iba perfecto con las miradas felices cuando ya no había
testigos o con las sonrisas nerviosas cuando nos besábamos justo un segundo
antes de ser descubiertos, todo iba bien, nuestro juego era perfecto.
Anoche llegaste a mi cama como siempre, anoche no dormimos
como siempre, anoche me besaste infinitas veces y yo susurre tu nombre otro
puñado de infinitas veces más. Pero cuando el sol ya repuntaba la mañana y nos
avisaba que la vida seguía y te debías ir, cuando soñolienta me cubrí el cuerpo
con una sábana al tiempo que veía como recogías cada una de tus prendas, cuando
el dialogo de rigor “cierra bien cuando te vayas, avísame a lo que llegues” llegaba
a su fin… te acercaste, levantaste mi cara, cerraste los ojos y me diste un
beso.
Un beso de despedida que tácitamente habíamos acordado
evitar tantas otras mañanas, un beso de despedida que se cargó con dos sonrisas
que nacieron justo cuando este terminó. Todo iba bien… y ahora se pone mejor.